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<a href="www.schoenstatt.org"><img
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<div class="moz-cite-prefix"><br>
<b><font color="#660000" face="Kozuka Gothic Pro">FELIZ NAVIDAD</font></b>!<br>
<br>
A todos ustedes, nuestros lectores, colaboradores, amigos,<br>
con nuestras oraciones en el pesebre, y las palabras de nuestro
Papa Francisco en este Navidad,<br>
en la alegría de la noticia más hermosa jamás publicada: Jesús
ha nacido para vivir con nosotros, siempre,<br>
también por parte de la dirección y todo el equipo de
schoenstatt.org,<br>
<br>
Maria Fischer<br>
<a class="moz-txt-link-abbreviated" href="http://www.schoenstatt.org">www.schoenstatt.org</a><br>
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<br>
<p><b><i>Texto de la homilía de Francisco esta Nochebuena en San
Pedro:<br>
</i></b></p>
<p> </p>
<blockquote>
<p>«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande;
habitaban tierras de sombras y una luz les brilló» (Is 9,1).
«Un ángel del Señor se les presentó [a los pastores]: la
gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9). De este
modo, la liturgia de la santa noche de Navidad nos presenta
el nacimiento del Salvador como luz que irrumpe y disipa la
más densa oscuridad. La presencia del Señor en medio de su
pueblo libera del peso de la derrota y de la tristeza de la
esclavitud, e instaura el gozo y la alegría.<br>
También nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la
casa de Dios atravesando las tinieblas que envuelven la
tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina nuestros
pasos y animados por la esperanza de encontrar la «luz
grande». Abriendo nuestro corazón, tenemos también nosotros
la posibilidad de contemplar el milagro de ese niño-sol que,
viniendo de lo alto, ilumina el horizonte.<br>
El origen de las tinieblas que envuelven al mundo se pierde
en la noche de los tiempos. Pensemos en aquel oscuro momento
en que fue cometido el primer crimen de la humanidad, cuando
la mano de Caín, cegado por la envidia, hirió de muerte a su
hermano Abel (cf. Gn 4,8). También el curso de los siglos ha
estado marcado por la violencia, las guerras, el odio, la
opresión. Pero Dios, que había puesto sus esperanzas en el
hombre hecho a su imagen y semejanza, aguardaba
pacientemente. Esperó durante tanto tiempo, que quizás en un
cierto momento hubiera tenido que renunciar. En cambio, no
podía renunciar, no podía negarse a sí mismo (cf. 2 Tm
2,13). Por eso ha seguido esperando con paciencia ante la
corrupción de los hombres y de los pueblos.<br>
A lo largo del camino de la historia, la luz que disipa la
oscuridad nos revela que Dios es Padre y que su paciente
fidelidad es más fuerte que las tinieblas y que la
corrupción. En esto consiste el anuncio de la noche de
Navidad. Dios no conoce los arrebatos de ira y la
impaciencia; está siempre ahí, como el padre de la parábola
del hijo pródigo, esperando atisbar a lo lejos el retorno
del hijo perdido.<br>
La profecía de Isaías anuncia la aparición de una gran luz
que disipa la oscuridad. Esa luz nació en Belén y fue
recibida por las manos tiernas de María, por el cariño de
José, por el asombro de los pastores. Cuando los ángeles
anunciaron a los pastores el nacimiento del Redentor, lo
hicieron con estas palabras: «Y aquí tenéis la señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un
pesebre» (Lc 2,12). La «señal» es la humildad de Dios
llevada hasta el extremo; es el amor con el que, aquella
noche, asumió nuestra fragilidad, nuestros sufrimientos,
nuestras angustias, nuestros anhelos y nuestras
limitaciones. El mensaje que todos esperaban, que buscaban
en lo más profundo de su alma, no era otro que la ternura de
Dios: Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que
acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez.<br>
Esta noche santa, en la que contemplamos al Niño Jesús
apenas nacido y acostado en un pesebre, nos invita a
reflexionar. ¿Cómo acogemos la ternura de Dios? ¿Me dejo
alcanzar por él, me dejo abrazar por él, o le impido que se
acerque? «Pero si yo busco al Señor» -podríamos responder-.
Sin embargo, lo más importante no es buscarlo, sino dejar
que sea él quien me encuentre y me acaricie con cariño. Ésta
es la pregunta que el Niño nos hace con su sola presencia:
¿permito a Dios que me quiera?<br>
Y más aún: ¿tenemos el coraje de acoger con ternura las
situaciones difíciles y los problemas de quien está a
nuestro lado, o bien preferimos soluciones impersonales,
quizás eficaces pero sin el calor del Evangelio? ¡Cuánta
necesidad de ternura tiene el mundo de hoy! La respuesta del
cristiano no puede ser más que aquella que Dios da a nuestra
pequeñez. La vida tiene que ser vivida con bondad, con
mansedumbre. Cuando nos damos cuenta de que Dios está
enamorado de nuestra pequeñez, que él mismo se hace pequeño
para propiciar el encuentro con nosotros, no podemos no
abrirle nuestro corazón y suplicarle: «Señor, ayúdame a ser
como tú, dame la gracia de la ternura en las circunstancias
más duras de la vida, concédeme la gracia de la cercanía en
las necesidades de los demás, de la humildad en cualquier
conflicto». Queridos hermanos y hermanas, en esta noche
santa contemplemos el misterio: allí «el pueblo que caminaba
en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1). La vio la gente
sencilla, dispuesta a acoger el don de Dios. En cambio, no
la vieron los arrogantes, los soberbios, los que establecen
las leyes según sus propios criterios personales, los que
adoptan actitudes de cerrazón. Miremos al misterio y
recemos, pidiendo a la Virgen Madre: «María, muéstranos a
Jesús».</p>
</blockquote>
<br>
</div>
</div>
<br>
</body>
</html>